Les invito a continuar nuestro paseo que comenzamos una soleada tarde de verano en el Ágora de Atenas, de la mano del padre de la cultura occidental, Aristóteles (384a.C-322a.C). Un paseo que ahora nos llevará a conocer cuáles era las cosmovisiones que fundaron lo que ha sido la evolución de la ciencia.
Es que como dijimos, y simplificando par que sea manejable, la historia de la evolución de la Física, la «Ciencia Fundamental», se puede entender como la historia de tres grandes Paradigmas:
I) El Aristotélico.
II) El Mecanicista-Newtoniano.
III) El Relativista-Cuántico.
Ya vimos, en el artículo anterior, que la cosmología aristotélica, expresada en lo que hoy se conoce como «El Paradigma de la Física Aristotélica», nos dejó un mundo atiborrado de cualidades y armonía, con ese particular «sentido de la realidad» que nos identifica a los humanos.
Tenía que ser así porque el pensamiento de Aristóteles estaba influido, como es lógico pensar, por su período histórico, conformando un campo de realidades que tendría las características propias de dicho período, con el sello distintivo no sólo de la antigua sociedad griega donde se desarrollaría esa práctica discursiva Aristotélica que, a la larga, abriría un sendero en nuestra historia que duró casi veinte siglos.
En efecto, fue a través de los ojos de Aristóteles, como la humanidad durante dos mil años se explicaba todo lo que acontecía. Se debe destacar que su estudio fue meramente cualitativo, muy intuitivo, ajeno a lo que hoy conocemos como «Leyes Físicas». Así construyo una «Física» basada en las esencias, con las imágenes del mundo accesibles a nuestros frágiles sentidos humanos, por ello de una gran simplicidad y hermosura, en fin, con una visión muy cercana a las experiencias cotidianas, y al margen de esa «atmósfera experimentalista» del empirismo tal como hoy la conocemos, así como también de los dominios de las matemáticas.
Hoy día la Filosofía Natural Aristotélica constituye una etapa superada de la filosofía, y por ello el mundo ya no sería lo que fue antes. Una nueva visión puso de manifiesto que no era suficiente especular sobre el mundo, es necesario dudar, razonar, poner a prueba y comprobar una y otra vez.
Tendríamos que esperar hasta que surgieran personajes como Copérnico, Kepler, Descartes, Leibniz y fundamentalmente Galileo y Newton, para que nuestro estancamiento intelectual terminara, iniciándose con ellos una gran revolución científica que hoy continúa.
Ahora bien, veremos en los siguientes párrafos que no fue, como muchos dicen, el «método experimental» y la observación directa de los hechos, lo que fundó la ciencia moderna. En efecto, No se trata de que antes se estudiasen libros y que a mediados de la Edad Moderna (siglos XVI y XVII) la gente se vuelva por primera vez a mirar los hechos y hacer experimentos, sino de algo mucho más profundo, que tiene que ver con el cómo se mira.
Veremos que la transformación fundamental será una transformación de los presupuestos desde los cuales contemplamos el mundo. Lo que hay detrás de la revolución científica es, pues, una transformación ontológica.
Comencemos a mostrarlo a través de Galileo Galilei (1564-1642), figura central en la transición de la filosofía natural a la ciencia moderna.
Galileo, el «Padre de la Física Moderna»
Un razonamiento típico de Galileo es el que empieza diciendo: «supongamos una esfera perfecta que rueda por un plano tocándolo, en cada momento, en un solo punto…».Esto que dice Galileo es, desde luego, geométricamente cierto, pero en la realidad, en los hechos, lo cierto es que nunca vamos a encontrar una esfera que toque a un plano en un sólo punto.
Es en el dominio de la geometría euclidiana en donde este enunciado halla su verdad. Ese experimento galileano se hallaba entrelazado por dos dimensiones, a saber:
I) Un plano factual, en el cual manejaba una superficie plana inclinada y una bola de metal o madera.
II) Un plano formal, geométrico, en el cual las formas se agrupaban de acuerdo a las leyes matemáticas: la superficie plana, por ejemplo, se convierte en una línea recta (Conjunto de Puntos), mientras que la bola lo hace en forma de círculo (Conjunto de Puntos).
Agrupando ambas «realidades» en la siguiente figura:
Galileo antepone, al plano factual, el plano formal, geométrico, donde es posible pensar que ciertamente un círculo que gira pueda tocar una línea recta sólo en un punto (su intercepción) en cada momento de su recorrido.
Sin embargo, la hipótesis de la que partía Galileo era físicamente «falsa», y esto era precisamente lo que le reprochaban los escolásticos en su trabajo intelectual.
Veamos otro ejemplo, Galileo dice: «un cuerpo sigue moviéndose a la misma velocidad mientras no actúe sobre él ninguna fuerza» (nuestro conocido principio de inercia). Una vez más, por lo que se ve Galileo negaba la realidad, ya que parece evidente que al empujar un cuerpo y ponerlo en movimiento si dejas de empujarlo su velocidad va disminuyendo hasta detenerse. Sin embargo, él tenía una respuesta ante esto: no es cierto que sobre ese cuerpo que se detiene no esté actuando ninguna fuerza. Aun así, los escolásticos creían tener razón en seguir afirmando que Galileo partía de fantasías que no se correspondían con «la realidad» que todos podían ver.
Un tercer ejemplo es el de la caída de los cuerpos. Según Galileo, el movimiento de caída de los cuerpos es un movimiento uniformemente acelerado, es decir, un movimiento en el cual la variación de la velocidad es constante, y además afirmaba que esa aceleración era la misma para todos los cuerpos. Esto implicaría que, soltados en el mismo instante desde una misma altura, una pluma de ave y una bola de plomo caerían al suelo a la vez. Sin embargo, todo el mundo podía (y puede) constatar que la bola de plomo cae mucho antes. Una vez más, Galileo pareciera estar negando la realidad. De modo que tenía mucho sentido el concluir que él explica la realidad partiendo de cosas que no ocurrían en ella.
Entonces ¿Eran las hipótesis de las que partía Galileo realmente pura fantasía?
Si lo vemos en el sentido que cosas como: una esfera perfecta, la ausencia total de fuerzas y la caída en el vacío, realmente nunca las vemos en nuestras experiencias cotidianas, entonces podríamos decir que eran fantasías.
Pero, no son injustificadas, puesto que tienen, como veremos, un fundamento en cómo son las cosas. Lo que explica esta aparente paradoja Galileana son las normas de constitución y los ámbitos de enunciación de tales modalidades discursivas: La relación que esta formulación tenía con los saberes matemáticos y con sus leyes fundantes.
Matemáticas… El ámbito de enunciación galileano de la Realidad
Sin más preámbulos abordemos cuáles fueron los «Criterios de Realidad» en que tal evolución de la ciencia se fundamentó para darle una nueva explicación a nuestro mundo, enfrentando al atavismo del sentido común al trascender las limitaciones de nuestro aparato sensorial y con ello desbancando la visión aristotélica, remplazándola por el inédito «Paradigma Mecanicista-Newtoniano», el cual emplea un discurso muy particular, con el que se operó un cambio en las modalidades enunciativas utilizadas hasta ese momento, trayendo, como veremos, ese nuevo lenguaje del ámbito de enunciación matemático, del cual emerge la estructura normativa que rige la aparición de los nuevos enunciados de la física.
Es precisamente del dominio de las magnitudes el ámbito de enunciación de donde emergen los enunciados galileanos, es por ello que las leyes que rigen a todas sus modalidades enunciativas son, justamente, las mismas que rigen el comportamiento de las magnitudes: los dominios matemáticos.
Comencemos recordando que lo que pensemos y digamos del «mundo» no depende sólo de él, sino también de nuestro sistema conceptual, que selecciona, condiciona y determina los aspectos del mundo que tenemos en cuenta: en los que pensamos y de los que hablamos.
No se puede hablar ni pensar sin conceptos, simplemente nosotros conceptualizamos la realidad a través del lenguaje, por algo es tan popular aquella máxima de Ludwig Wittgenstein (1889-1951), la proposición 5.6 de su obra Tractatus Logico-Philosophicus: «los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo». Es indudable que introduciendo conceptos más precisos y de mayor alcance que los del lenguaje ordinario, podemos describir hechos y formular hipótesis con una precisión y universalidad crecientes.
Ahora bien, la profusa variedad de los «conceptos científicos» se reduce, desde el punto de vista de su estructura formal, a tres tipos básicos: los conceptos clasificatorios, los conceptos comparativos y los conceptos métricos.
Los conceptos métricos, también llamados conceptos cuantitativos o magnitudes, no tienen correspondencia en el lenguaje ordinario. Son una creación original de los lenguajes científicos.
La revolución científica del siglo XVII consistió en gran parte en la introducción y uso sistemático de los conceptos métricos en la física, que como hemos dicho durante los dos mil años anteriores había estado basada en los conceptos cualitativos. Metrizar un ámbito cualitativo consiste en representarlo numéricamente.
En efecto, para que un atributo que hallamos en los cuerpos pueda expresarse mediante un símbolo numérico, es suficiente y necesario que este atributo pertenezca a la categoría de cantidad, es decir, que ese atributo sea una magnitud.
En una primera aproximación podemos decir que un concepto métrico f en un cierto dominio A es simplemente f: A -> IR, es decir, una aplicación del dominio A sobre el conjunto de los números reales, o, con otras palabras, una asignación de un número real a cada uno de los objetos de A. En otras palabras, lo que habremos hecho ha sido representar determinadas características cualitativas o empíricas de los objetos del dominio A por características cuantitativas o matemáticas de los números. Podemos decir que un concepto métrico f es un homomorfismo de un sistema empírico en un sistema numérico homólogo. La idea es encontrar la esencia algebraica de una estructura dejando a un lado su apariencia concreta y manteniendo sus operaciones definidas.
Así, el concepto métrico de masa asigna un número real a cada cuerpo, el de longitud asigna un número real a cada dos señales en una superficie plana de un cuerpo, o a cada dos cuerpos. De igual forma, el de tiempo asigna un número real a la ocurrencia de cada dos sucesos.
En la práctica la metrización suele realizarse simplemente mediante una definición en función de otras magnitudes previamente introducidas. Así, podemos introducir el concepto métrico de densidad mediante la definición:
Densidad de x = masa de x / volumen de x
Suponiendo que ya disponemos de los conceptos métricos de masa y volumen.
Por otra parte, Galileo, no sé si inconscientemente, «descubre» ontológicamente que todos los fenómenos físicos se dan en el espacio y en el tiempo, y a partir de dicho descubrimiento construye todas las hipótesis que le han hecho famoso.
Es que el espacio y el tiempo (y por tanto también todo lo que se da dentro de ellos) son multiplicidades de elementos iguales entre sí. En efecto, el espacio es una multiplicidad de puntos simultáneos que se extiende infinitamente en 3 dimensiones. Cada punto a es exactamente igual (en cuanto punto) que otro punto b, y sólo se distingue de él en que a está en un «lugar distinto» del «lugar» en el que está b.
De igual forma el tiempo es una multiplicidad de instantes sucesivos que se extiende infinitamente en una dimensión, o línea temporal. Cada instante t0 es exactamente igual (en cuanto instante) que cualquier otro instante tk, y sólo se distingue de él en que, dentro de esa línea temporal, ocupa un «lugar distinto» del «lugar» que ocupa t0.
Y esta característica del espacio y del tiempo abre la posibilidad de que podamos contar en ellas. Porque en definitiva, contar consiste en distinguir una multiplicidad de cosas que son idénticas entre sí, como dijimos lo son el espacio y el tiempo.
Por lo tanto, si los fenómenos físicos (sin excepción) pueden ser descritos mediante multiplicidades de elementos idénticos entre sí, entonces los fenómenos físicos se pueden describir y explicar sencillamente contando.
Así, Los conceptos de masa o de longitud son (clases de) homomorfismos de un sistema empírico que contiene una operación binaria de combinación de objetos (la colocación de dos objetos juntos en una balanza, la concatenación de barras una a continuación de otra) en un sistema numérico que contiene la adición. Las magnitudes de este tipo se llaman magnitudes aditivas o extensivas. Lo esencial de una magnitud aditiva f estriba en la correspondencia entre la operación binaria de combinación y la adición.
Así, la masa de un objeto compuesto de dos partes es igual a la suma de las masas de sus partes. La longitud del objeto resultante de colocar dos objetos en línea recta uno a continuación de otro es igual a la suma de sus longitudes. Esto no sólo ocurre con la masa o la longitud. Lo mismo ocurre con el tiempo (si un proceso se divide en dos partes tales que la segunda se inicia al acabarse la primera » la duración del proceso global es igual a la suma de las duraciones de sus partes), así el tiempo es también una magnitud aditiva o extensiva. Todas las reglas de cálculo imaginadas en aritmética para combinar los números se extenderán a las superficies, los volúmenes, los ángulos y, de esta forma, todos los atributos físicos que son magnitudes presentarán características análogas a las indicadas.
Ahora bien, este «contar» es lo que está en la base de todo, que es lo matemático, lo que estamos diciendo, en el fondo, es que todos los fenómenos físicos deben poder expresarse por medio de fórmulas matemáticas. Este es el principio de Galileo:
«Todos los fenómenos físicos deben poder expresarse por medio de fórmulas matemáticas».
De esta forma Galileo inaugura el espacio discursivo de la física clásica. Es, justo en estas nuevas estructuras enunciativas, en las que la historia de las ciencias físicas descubre su marca de modernidad.
De lo que acabamos de decir se sigue que el conocimiento científico no se basa en tomar simplemente lo que la experiencia nos da, y tampoco en partir de la experiencia, para luego llegar, por abstracción, a ideas generales. La ciencia se basa en que la mente produce en sí misma, de acuerdo con sus propias leyes, y sin tomarlo de la experiencia, una serie de esquemas (fórmulas matemáticas), y después, se comprueba si la experiencia real confirma o no los resultados o predicciones derivados de aquellos esquemas. A esta comprobación se le llama «experimento». La ciencia moderna es, por tanto, matemático-experimental.
Puesto que se trata de una determinación ontológica, podemos saber de antemano que, si algo es físicamente real, físicamente objetivo, entonces tiene que poder ser explicado en términos matemáticos. Evidentemente, la recíproca no es cierta: no todo lo que se puede formular matemáticamente es físicamente real. Sin embargo, sí es cierta la contrarrecíproca: si algo no puede ser formulado en términos matemáticos, entonces no puede ser físicamente real.
Ya vemos por qué el «descubrimiento» de Galileo era tan importante:
- Por un lado, establece cómo debe proceder (qué lenguaje debe utilizar) el científico si quiera entender y explicar la realidad física.
- Por otro lado, nos da un criterio para descartar cosas que bajo ningún concepto pueden ser «objetivas» y «reales»: todo lo que no pueda ser expresado en términos matemáticos no podrá ser físicamente «real».
Ahora bien, la matemática como ciencia existía ya desde la Antigüedad, mientras que lo nuevo, lo que surge en la Edad Moderna, es lo que hoy llamamos «Física» ella se presenta como la interpretación y explicación de los fenómenos sensibles, cuyo conjunto es lo que se llama «la naturaleza», y se debe precisa-mente a la consideración de que lo matemático es no sólo algo verdadero, sino que no podríamos ni siquiera imaginárnoslo de otra manera.
Del postulado de que lo físico tiene que poder ser expresado en términos de operaciones matemáticas es que se hace necesario que para todo fenómeno físico haya algún principio de conservación de una magnitud.
Así, la ley fundamental que regirá el campo de enunciación, gracias al cual emergen los enunciados galileanos será aquella ley que posibilita la existencia de las magnitudes, sus agrupaciones, sus combinaciones, etc., y esta ley es, justamente, la que se conoce como Principio de Conservación de las Magnitudes:
Ninguna magnitud puede aumentar ni disminuir por sí sola, a menos que le sumemos o restemos otra u otras magnitudes; es decir, toda magnitud por sí sola se conserva de forma absoluta.
De esta manera, ningún ámbito de fenómenos puede ser tratado por la física sin dar por admitido un principio de tal índole referente a alguna magnitud. Es por ello que desde los comienzos de la ciencia moderna se pone de manifiesto que a la explicación física de los fenómenos es inherente la asunción de principios de conservación de ciertas magnitudes.
Ahora bien, los principios de conservación de magnitudes físicas carecen de significado empírico, ya que la experiencia no nos da nunca fórmulas matemáticas, como tampoco puede darnos nada universal y necesario (porque la experiencia nos dice que la cosa es de hecho así en todos los casos experimentados, pero no que tenga que ser así en todo caso posible), sino sólo hechos, sensaciones, impresiones; No hay otra alternativa, las fórmulas matemáticas hemos de establecerlas nosotros. Así, la física matemática, va a consistir precisamente en que la mente construya esquemas matemáticos que cumplen con el Principio de Conservación de las Magnitudes y, como dijimos, cuya concordancia ha de verificarse con los fenómenos empíricamente dados.
De esta manera, nos encontramos en general, con que cierto principio, o cierto tipo de principios, que no son juicios analíticos, son inherentes a cualquier explicación física sin venir exigidos por el contenido de la experiencia. Por ejemplo, en el viraje asociado al nombre de Nicolás Copérnico (1473-1543) en la consideración del sistema solar, lo fundamental, en la operación de cambio de sistema de referencia, no son los datos empíricos, puesto que matemáticamente es imposible expresar algún privilegio absoluto de cierto sistema de referencia. Así, el principio de la relatividad del movimiento, que es lo que verdaderamente hay en el fondo del viraje copernicano, tiene también su fundamento en el postulado de la expresabilidad matemática.
Por otra parte, la ley que rige el aumento de una magnitud en un sistema es lo que denominamos la Ley de la Proporcionalidad. Según esta Ley:
«El aumento de una magnitud en un sistema considerado será siempre proporcional a la cantidad de unidades adicionales que incluyamos en el sistema».
Así, el enunciado matemático a + b = c, en cuanto mero enunciado matemático, nos dice que la entrada de la cantidad «b» de la magnitud M en un sistema en el que hay la cantidad «a» de la misma magnitud, conduzca a que la cantidad de M en el sistema sea «c». Es decir, la interpretación física es precisamente el Principio de Conservación de M y la Ley de Proporcionalidad.
Lo mismo sucede con el enunciado matemático
a · b = c
y la tesis de que: si introducimos «b» veces en el sistema la cantidad «a» de M, entonces hay físicamente un incremento a «c» de la cantidad de M presente. Y así de forma análoga para las demás operaciones aritméticas.
En efecto, por ejemplo la operación matemática según la cual dos más tres son cinco es, desde luego, matemáticamente válida. Pero no tendría aplicación alguna a la realidad física si no hubiese un «Principio de Conservación»; que dos manzanas unidos a otros tres manzanas hacen cinco manzanas, eso supone no sólo que matemáticamente 2 + 3 = 5, sino también que ningún manzana puede haberse esfumado, ni haber caído del cielo, es decir, significa que no puede haber tres objetos y dos objetos (ni siquiera tratándose de objetos puramente imaginados) que, en total, sean otra cosa que cinco objetos.
Lo anterior es análogo al Principio de Conservación de la masa (que es la expresión matemática de la «cantidad de materia»). Es por ello que todo cambio no puede, desde luego, fundamentarse en la experiencia, sino que su fundamento de validez se basa en la exigencia de que los fenómenos tienen que ser expresables en términos matemáticos.
En virtud de este postulado, los fenómenos han de ser esencialmente cantidades, y, en efecto, lo que permanece, es, en todos, los Principios de Conservación, de alguna cantidad de una magnitud: masa, la velocidad, energía, etc.
Otra de las leyes que rigen la existencia de las magnitudes, así como su comportamiento, sean distribuciones, reagrupamientos, etc., es La Ley de la Anulación de los Efectos de Variación de las Magnitudes en los Sistemas en Equilibrio. Expliquémosla:
Hemos visto que existe una ley fundamental que establece la imposibilidad de una magnitud de crecer o decrecer por sí sola, es decir, su conservación en un sistema:
Existen ciertamente dos únicas posibilidades de que una magnitud permanezca constante en un sistema:
1) Que el sistema sea cerrado, esto es que de él no «salga», ni «entre», ninguna otra magnitud, en cuyo caso las magnitudes responderán a su Ley de Conservación, permaneciendo constante.
2) Que al sistema «entre» o «salga» alguna magnitud, en cuyo caso podrán presentarse dos alternativas:
A) Que las magnitudes del sistema tiendan a variar, para lo cual deberán respetar la Ley de la Proporcionalidad.
B) Que las magnitudes del sistema permanezcan inalterables, en cuyo caso la Ley de Proporcionalidad que rige la variación se hallará operando de forma particular en la medida en que el comportamiento de las magnitudes será de «Anulación de los Efectos de Variación»: Esto es, que toda magnitud que permanezca constante en un sistema, es en razón de que se ha anulado su efecto de variación. Explicado por el hecho de que las otras magnitudes del sistema que le acompañan tienen un mismo número de unidades, pero una ubicación distinta en el conjunto de magnitudes llamadas recta real y dividida convencionalmente por una magnitud llamada cero.
Veamos a continuación la utilización de estas normas en el campo de enunciación de las conocidas leyes del movimiento de Isaac Newton (1642-1727) escritas en el clásico: